Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1665
Legislatura: 1899-1900 (Cortes de 1899 a 1901)
Sesión: 10 de julio de 1899
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 32, 793-798
Tema: Contestación al discurso de la Corona

El Sr. VICEPRESIDENTE (García Alix): Tiene la palabra el Sr. Sagasta.

El Sr. SAGASTA: Solamente, Sres. Diputados, cediendo a las reiteradas alusiones de que he sido objeto, puedo tomar parte en este debate, estando próximo otro más interesante para nosotros, pero la tomo con pena porque todo lo que en él he observado y oído me persuade de que ni nos arrepentimos ni nos enmendamos. No eran éstas horas de pelear, sino de restañar las heridas, todavía abiertas a consecuencias de las durísimas pruebas por que la Patria ha pasado en estos últimos tres años.

Para ello hubiera sido necesario no haber traído al debate cuestiones que pudiesen dividirnos y encornar nuestros ánimos, sino medidas de armonía, de concordia y de paz, a las cuales hubiéramos podido todos prestar nuestro concurso, contribuyendo así a la obra común, sin detrimento de nuestros compromisos políticos ni de nuestros ideales para lo porvenir. Y estas medidas de concordia debieron haberse buscado en los proyectos de ley necesarios para el arreglo de nuestra Hacienda, que es lo que ante todo y sobre todo demanda el país.

Pero esta magna empresa, magna para cualquier Gobierno, ha parecido tarea baladí al Gobierno actual, porque, no contento con traernos el gran problema económico y financiero, nos quiera traer a discusión problemas políticos, jurídicos y sociales, que no pueden conducirnos sino a una tremenda perturbación política, poco a propósito para la resolución favorable de las cuestiones económicas y sin la cual no es posible en los momentos actuales la vida nacional.

No parece, Sres. Diputados, sino que, lejos de pensar en levantarnos ante el sentimiento universal, como han hecho todas las Naciones que han tenido la desgracias de pasar por catástrofes análogas a las que ha sufrido la Nación española, nos empeñamos en empequeñecernos y en humillarnos con nuestras sempiternas discusiones y con nuestras, al parecer, irremediables discordias; discordias y humillaciones que nos llevan, al querer ocuparnos de todo sin regla ni medida, de exageración en exageración en nuestros juicios.

De aquí, por consiguiente, limitándome al asunto que ahora en estos momentos nos ocupa, que haya habido exageración por parte del Gobierno en el aumento de los gastos, exageración por parte de las oposiciones en la reducción de los ingresos, exageración en todo y por todo, como si la exageración en los asuntos de Gobierno y en la resolución de los asuntos generales pudiera dar otro resultado que no fuese el de la confusión y el desorden.

Creía yo, Sres. Diputados, que terminada ya la lucha de principios en que por tanto tiempo vivieron empeñados todos los partidos y todos los Gobiernos españoles, que establecidas las reformas políticas, todas las reformas políticas que pudiera desear el pueblo más ansioso de libertad; que resuelto el pro- [793] blema del sufragio universal, establecido un estado de derecho verdaderamente expansivo en todas las esferas de la gobernación del Estado, había llegado ya la hora de que los partidos y los Gobiernos volviéramos los ojos al país dirigiéramos todos nuestros esfuerzos y consagráramos toda nuestra inteligencia al fomento y al desarrollo de los intereses morales y materiales del país, dando la preferencia a los que representan la instrucción pública, el trabajo y la producción nacional; con tanto mayor motivo, cuanto que así lo exige por modo irresistible el estado de agotamiento y de debilidad en que se encuentra nuestro desgraciado país, como consecuencia de las grandes catástrofes y de las inmensa pérdidas que ha sufrido en estos últimos tres años. Por eso, y porque el país demanda y exige con urgencia soluciones concretas que den satisfacción a sus apremiantes necesidades y pongan eficaz remedio a sus grandes males, la minoría liberal no quería dar gran importancia a este debate, eminente y esencialmente político, y que en estos momentos no podía tener finalidad práctica alguna. Además, si hemos de regenerarnos, como ahora se dice, bueno es que empecemos nosotros dando el ejemplo con nuestra propia regeneración, cambiando, modificando, mejorando las costumbres parlamentarias, y haciendo más breves, más útiles y más prácticas las tareas de las Cortes. Pues bien; si estos eran los propósitos de la minoría liberal antes de la presentación de los presupuestos, estos propósitos adquirieron una fuerza irresistible después de aquella presentación porque los planes económicos y financieros del Gobierno de S. M. han llevado tan grande preocupación a todos los ánimos, que es inútil llamar la atención de la opinión a otros asuntos, porque todo ha quedado relegado a segundo término.

Hay que confesar que el verdadero discurso de la Corona, el verdadero programa del Gobierno, más que en el mensaje del Trono a las Cortes, está en los proyectos presentados por el Sr. Ministro de Hacienda; y claro está que yo, preocupado también, como lo está la opinión pública, con estos presupuestos, no puedo tomar en este debate del mensaje, el interés que en otro caso tomaría porque me parece imposible llevar ese interés a la opinión pública, que está indiferente y sorda a todo lo que no sea el examen y discusión de unos proyectos de ley que llevan en sus entrañas envuelto el pensamiento de un Gobierno que se llama regenerador.

Por eso nada diré de la formación singularísima de este Gabinete, compuesto de conservadores y de aliados, de políticos y de neutros, y, lo que es peor, trabajado por cuatro camarillas que se disputan enconadamente su influencia, lo cual no puede menos de producir en las esferas del poder la vacilación, la duda y el caos; nada diré de la conducta electoral del Gobierno, encaminada, más que a presidir desapasionadamente la lucha abierta, leal y franca entre candidatos ministeriales y de oposición, a procesar sin conciencia Ayuntamientos, a nombrar sin regla ni medida delegados, a hacer cambiar de distrito a muchos candidatos ministeriales, haciéndolos viajar como judíos errantes de uno a otro extremo de la Península e islas adyacentes; a ver cómo se resolvía la contienda entre los candidatos silvelistas y polaviejistas, contienda que al fin y al cabo terminaba, como era natural, haciendo pagar los vidrios rotos a los candidatos de la oposición.

Nada diré tampoco de la política incierta, de la política de rectificaciones, de la política sin rumbo fijo de este Gobierno; política que toma el carácter y la tendencia de la camarilla que en determinado día predomina, política que no hace más que llevar la incertidumbre al país, la alarma al partido liberal, la esperanza al campo reaccionario, y todo género de dudas, vacilaciones y temores a todas las clases de la sociedad. (Muy bien.)

Nada diré de todo esto porque como he manifestado antes, todo esto ha pasado a segundo término, y además nada necesito decir yo después de los discursos elocuentes en que estas cuestiones han sido tratadas, mejor que pudiera yo hacerlo, por los señores Laserna, por parte de la minoría liberal, y Sol y Ortega, Romero Robledo, Canalejas, Maura, Pradera, Muro y Pí y Margall en nombre de otras ideas y en representación de otras minorías.

Voy, pues, a ocuparme de los planes económicos del Gobierno.

En una cosa están conformes el discurso de la Corona y el proyecto de presupuestos presentado por el Sr. Ministro de Hacienda; en la preferencia que sobre otro asunto dais a los servicios militares. En el discurso de la Corona se anuncia la presentación de un proyecto relativo a esos servicios; en los presupuestos, los únicos gastaos que se aumentan en una proporción verdaderamente descompasada, son los que se refieren también a los servicios militares.

No me opongo yo, Sres. Diputados, ni se opone el partido liberal, a que tengamos un ejército bien organizado, bien instruido, bien dotado de cuantos elementos sean necesarios, para que pueda llegar a la altura de los ejércitos mejor organizados; no me opongo yo, ni se opone el partido liberal a que nuestras fronteras, nuestras plazas de guerra, nuestras costas estén inteligentemente defendidas y perfectamente artilladas; tampoco me opongo ni se opone el partido liberal a que tengamos tantos y tan buenos barcos como sean necesarios para que la bandera española pueda ondear allí donde los intereses de nuestros nacionales lo necesiten, dentro siempre de lo que consientan las fuerzas contributivas del país; pero lo que digo es, que si se atiende con tan gran preferencia a los gastos de guerra, y por ellos se desatienden, se olvidan o se cercenan otros gastos que yo creo más preferentes y útiles por el momento, llegaremos a tener un gran ejército y muchos cañones y fuertes defensas y grandes barcos, pero lo que no tendremos sólo con eso es la seguridad inquebrantable de la independencia y de la integridad de la Patria. (Muy bien.)

Fomentemos y desarrollemos los intereses morales y materiales de nuestro país; contribuyamos a que nuestro comercio, nuestra industria y nuestra agricultura gocen de aquellos beneficios de que hoy carecen, y de que disfrutan la industria, el comercio y la agricultura de otras Naciones; hagamos todo lo posible por que nuestros propietarios, nuestros comerciantes, nuestros obreros no echen de menos aquellos beneficios que los propietarios, los comerciantes, los industriales, los agricultores y los obreros de otros países disfrutan; hagamos cuanto esté de nuestra [794] parte para que el español esté contento, satisfecho y orgulloso de serlo; despertemos la gratitud del español hacia los gobernantes y los poderes públicos; levantemos el amor del español a la tierra que le sustenta; elevemos, en fin, el amor patrio, y entonces con menos ejército, con menos cañones, con menos barcos, tendremos mayor seguridad de la integridad y de la independencia de la Patria. (Muy bien.)

Por eso he visto con profunda pena que al mismo tiempo que se aumentan los gastos de guerra, no se haya aumentado un solo céntimo para nuestros caminos, para nuestros ferrocarriles, para nuestros canales, para nuestros pantanos, para nuestros puertos, para nada de lo que pudiera conducirnos a la más pronta regeneración. Así es, que los presupuestos presentados por el Gobiernos de S. M., revelan, es verdad, un detenido estudio, mucho trabajo, gran competencia, buen deseo en el Ministro de Hacienda; pero, permítame S. S. que lo diga, esos presupuestos no tienen nada de regeneradores, porque, en efecto, no regeneran nada; dejan las cosas como estaban, si es que no las dejan peor que estaban.

En efecto, ¿qué costumbres cambian, qué economías introducen, qué organizaciones modifican, qué procedimientos simplifican, qué obras públicas desarrollan, qué ventajas dan a la industria, al comercio y a la agricultura, qué auxilio y qué ayuda prestan al trabajo y a la producción nacional? Todo lo hecho se reduce a una nivelación forzada y forzosa del presupuesto, con sólo el aumento de los sacrificios al contribuyente. Era de esperar, después de tantas desgracias, al querer reponer nuestra Hacienda, algún aumento en la tributación.

Pero para hacerlo de una manera tolerable, era indispensable demostrar dos cosas: primera, que se habían reducido los gastos todo lo humanamente posible, es decir, tanto cuanto lo permitiera una nueva organización de los servicios públicos más modestamente, y sobre todo más inteligentemente establecida que lo están hoy; y segunda, que los sacrificios exigidos al contribuyente habrían de invertirse, sobre todo y preferentemente, en construir obras públicas y en mejorar la suerte del país; y sólo demostrando que se gastaba lo menos posible y que lo que se gastaba se gastaba bien, es como podríamos imponer sacrificios tan grandes como los que se imponen en los proyectos de ley de presupuesto presentados por el Gobierno, y es como el contribuyente soportaría las cargas con paciencia.

Pero el Sr. Ministro de Hacienda, llevado de un buen deseo, que yo le reconozco, y sobre todo impulsado por su natural impaciencia, se ha empeñado en una obra verdaderamente imposible.

Antes de la insurrección colonial, los presupuestos estaban, puede decirse, nivelados; la pequeña diferencia con que se liquidaban era tan insignificante, que bien podría decirse que los presupuestos no tenían déficit; pero las sumas enormes consumidas por las insurrecciones coloniales y por la guerra con los Estados Unidos, han venido a arrojar sobre nuestros presupuestos nivelados, un déficit enorme que no bajará de 200 millones de pesetas; y digo 200 millones, porque eso es lo que resulta de un presupuesto de 750 millones a que se cree que pueden llegar las fuerzas contributivas del país, y del presupuesto que el Gobierno ha presentado, que asciende a 947 millones.

Pues bien; yo declaro que un déficit tan enorme y en un país tan agotado como el nuestro a consecuencia de las desgracias en que viene viviendo desde hace tiempo, es de todo punto imposible extirparle de un solo golpe en un solo año; es más: aun en los pueblos ricos y prósperos sería dificilísimo extinguir un déficit de esa naturaleza por un sistema semejante. Un déficit tan enorme, cuando se trata de un presupuesto tan rudamente combatido, sólo puede extinguirse paulatinamente, en un lapso de tiempo de tres o cuatro presupuestos, y no desde luego con aumentos en la tributación, sino, primero, con la reducción en los gastos; después, con la seguridad de que las contribuciones actualmente establecidas por las leyes se cobren en su totalidad, mejorando su cobranza; luego, con el acrecentamiento de la riqueza pública, con el desarrollo rápido de los intereses materiales; y por último, que sólo en último caso se puede acudir a este extremo, con el aumento de la tributación si todos los demás impuestos no fueran bastante para ello.

No veo, pues, en los presupuestos presentados por el Gobierno, camino que nos pueda conducir a la regeneración; otros medios hay más sencillos, más naturales y más prácticos, de los cuales ha hecho alguna indicación esta tarde el Sr. Pí y Margall.

Señores, por profundas que sean las heridas que España ha recibido, puede reponerse pronto, a condición de que se recoja en sí misma, de que concentre su vida en el territorio que le queda de que sujete sus necesidades a sus recursos, de que no se meta en aventuras y no se dé nuevamente a luchas intestinas, de que sepa mantener la Monarquía, garantía de interiores concordias y base de la paz pública, sin lo cual hay que despedirse de toda reconstitución.

Si esto hiciera España, se vería bien pronto reconstituida. Sus acreedores no habrían de regatearle un honroso convenio; los capitales nacionales y extranjeros se interesarían en empresas que dieran vida a las grandes riqueza que yacen casi inexploradas en su suelo; poco a poco, y paso a paso, iría el pueblo español recobrando la estimación del mundo entero, que haya podido perder más que por las catástrofes que ha sufrido, por la manera como las sufrió, y sería considerado no sólo como un pueblo digno que sabe sobrellevar con resignación sus desgracias, lo cual ya es algo, sino como un pueblo culto y previsor, condiciones importantes para el buen nombre y para el porvenir de una Nación civilizada y respetada. Para esto es preciso comenzar por la reconstitución completa de la Administración, base de la regeneración definitiva, porque de tal manera están ligadas estas dos cosas, tan íntimamente unidas entre sí, que desde el momento en que tuviéramos una demostración de que el expediente intolerable que todo lo esteriliza, se abreviaba, de que había una Administración más inteligente, más fácil y más breve, tendríamos mucho adelantado para tener una buena Hacienda y para resolver con acierto los problemas económicos en sus diversas y múltiples manifestaciones.

Reducir (y aquí voy a seguir un poco las indicaciones que ha hecho esta tarde el Sr. Pí y Margall), [795] reducir los gastos públicos en cuanto lo consienta una necesaria e inteligente reorganización de todos los servicios del Estado; mejorar los ingresos sin aumentar aquellos gravámenes que ya pesan de manera abrumadora sobre algunos contribuyentes; distribuir equitativamente los tributos, de modo que alcancen a toda clase de beneficios, procurando en su aplicación la proporcionalidad de que habla la ley fundamental del Estado; aligerar las cargas que pesan sobre nuestra angustiosa agricultura; modificar la contribución de consumos, sobre todo en el procedimiento para su exacción, por ser la contribución más odiosa y la más propensa al fraude y al escándalo; aligerar también las cargas que pesan sobre los buques al llegar a los puertos principales, como medio de facilitar la importación de las primeras materias, tan necesarias para la industria; establecer líneas directas de navegación, que nos pongan en relación con lejanos mercados de consumo, para ayudar así a nuestra producción y facilitar el comercio; y sobre todo esto, y por encima de todo esto, ir con perseverancia a la nivelación de los presupuestos, con la fuerza y el poder que esto da a las Naciones; con todo esto, nos encontraríamos en el camino que puede llevarnos más pronto y mejor a la regeneración del país.

Pero todavía no habremos hecho bastante, porque como hemos perdido tanto tiempo con nuestras disensiones, como hemos consumido tanto dinero y tanta sangre en nuestras luchas intestinas, en nuestras guerras civiles y con el extranjero, necesitamos andar de prisa, si no nos queremos condenar para siempre a ir a la zaga de los demás pueblos civilizados.

Pues bien; se puede ganar algo, como ha indicado el Sr. Pí y Margall, estudiando un poco el carácter y la aplicación de las sumas considerables que en España se dedican a obras nuevas, haciendo de esas sumas una especie de cantidad común, englobando todas las partidas a ellas destinadas, y esas partidas considerarlas no como un capital de presente y a gastar al año, como ahora se hace, sino como interés y amortización de un capital de presente y de porvenir, que es justo que los que nos sucedan paguen las reformas que nosotros hacemos, y que tanto o más que nosotros han de disfrutar; y de esta manera, no sólo construiremos las obras nuevas necesarias para el desarrollo y fomento de los intereses materiales del país, como caminos, canales, puentes, pantanos, etc., sino que haremos todo aquello que exige la debilidad de nuestra administración, el estado ruinoso de nuestros célebres templos, el bienestar de nuestros soldados, la defensa de nuestro territorio, todo aquello, en fin, que pueda conducirnos al buen servicio de la gobernación del Estado.

Todo esto, que habría de hacerse en setenta u ochenta años, deberíamos adelantarlo proporcionalmente para realizarlo en cinco, diez o quince años, según la urgencia de los casos y según también las necesidades de los servicios, con lo cual ayudaríamos de una manera extraordinaria el movimiento de los capitales nacionales y la venida de los capitales extranjeros, y resolveríamos por algún tiempo el problema social, al menos en lo que al trabajo se refiere; y lo que es más urgente, daríamos a nuestra industria, a nuestro comercio y a nuestra agricultura, aquellos medios, aquellas ventajas, aquellos recursos de que carecen en España y de que disfrutan en el extranjero con gran daño y con gran perjuicio de nuestra producción nacional.

Pues bien; yo entiendo, señores, que con este programa, que yo no creo difícil realizar con Gobiernos rectos y enérgicos que conserven la paz pública, que no descansen en su afán de mejorar los servicios, claro está que con la labor y el patriotismo de todos, no sólo habremos salvado la Hacienda, sino que podremos proporcionar a España un bienestar y una prosperidad que no ha alcanzado ni aún en los tiempos de su mayor grandeza.

Ahora bien; este pensamiento, que en líneas generales he expuesto, puede servir de base para la resolución del problema que a todos nos preocupa.

A 200 millones de pesetas, según aparece de los presupuestos, asciende el déficit. Por virtud del arreglo de la deuda, que indiqué antes, y que nos hubiera sido muy fácil conseguir, se hubiera obtenido mayor reducción que la que resulta de los proyectos presentados; pero en fin, del impuesto que el Gobierno establece sobre los intereses de la deuda, de la supresión de las amortizaciones, del beneficio que se obtenga en la renta de tabacos y de todas esas fuentes de ingresos, que sin dificultad alguna se pueden establecer, sería posible obtener un rendimiento total de 150 millones de pesetas. ¿Le parece exagerada la cifra al Sr. Ministro de Hacienda? (El Sr. Ministro de Hacienda: Al contrario.)

Pues entonces el déficit queda reducido a unos 50 millones de pesetas, y ése es ya un déficit que no alarma a nadie, que se puede enjugar en el transcurso de tres o cuatro presupuestos, sin acudir a medios violentos y sin agobiar a los contribuyentes.

El Sr. VICEPRESIDENTE (García Alix): Perdone el Sr. Sagasta. Están para terminar las horas de Reglamento, y se va a preguntar al Congreso si acuerda prorrogar la sesión hasta la terminación de este debate.

Se hizo la pregunta por el Sr. Secretario Duque de Bivona, y se acordó la prórroga indicada por el Sr. Presidente.

El Sr. SAGASTA: Convenimos, Sres. Diputados, puesto que no me contradice el Sr. Ministro de Hacienda, en que por los ingresos ya casi establecidos y que podemos considerar descontados, va a quedar reducido el desnivel del presupuesto, después de los grandes desastres por que el país ha pasado, a una cantidad de 50 millones de pesetas. Este déficit no constituye un grave problema financiero, ni es siquiera problema de difícil resolución, porque sin hacer más que reformar y simplificar la Administración, reorganizar los servicios, moralizar la exacción de los tributos y fomentar la riqueza pública, se puede en dos o tres años llegar a la nivelación del presupuesto. Yo ruego al Gobierno que lo reflexione desapasionadamente; que tenga en cuenta que no se trata de una cuestión de partido, sino de asuntos que a todos por igual interesan porque son asuntos nacionales, en cuyo examen y resolución no debe entrar para nada el amor propio, ni el interés de partido, ni ninguna consideración que no se inspire en le más acendrado patriotismo.

El Gobierno nos ha dicho, primero por boca del Sr. Ministro de Hacienda y después por la del señor Presidente del Consejo de Ministros, que no presentaba su plan financiero y económico con criterio cerrado, ni siquiera con criterio estrecho que no per- [796] mitiera admitir todas aquellas modificaciones y enmiendas cuya conveniencia estuviera justificada. Pues bien; yo no quiero más sino que el Gobierno, en vista de esto, se entienda con la Comisión de presupuestos, y haciéndose cargo de los clamores de la opinión y sobre todo de las observaciones que han salido de los diferentes lados de la Cámara, estudie o haga con la Comisión un trabajo de depuración y transformación de los proyectos presentados, y lo traiga luego aquí para que los discutamos, y por medio de transacciones patrióticas podamos dar solución al problema económico, sin ruido, sin protestas, devolviendo la tranquilidad al contribuyente y la calma a los espíritus.

En ese camino, el partido liberal está dispuesto a ayudar al Gobierno que se sienta en ese banco o a cualquiera otro que tenga la confianza de la corona y de estas Cortes, porque español antes que político, lo que quiere, ante todo y sobre todo, es la pronta regeneración de nuestro país. (Muy bien.)

Señores Diputados, la situación al cesar en el poder el partido liberal, era por todo extremo difícil y delicada; pero si era difícil y delicada, era en cambio perfectamente clara. La opinión pública unánimemente, y esta vez de acuerdo con el sentido común, pedía ante todo y sobre todo, y casi y sin casi, exclusivamente, la liquidación de la deuda, o en otros términos, el arreglo de la Hacienda, con una política de sabia regeneración económica, capaz de remediar los males que sufría nuestro Tesoro, compaginando todo esto con el acrecentamiento de la riqueza en el interior para reponerse de las pérdidas sufridas en el exterior.

Si éste hubiera sido el programa de ese Gobierno, tengo la seguridad de que hubiera contado con el apoyo unánime del país y con el concurso del partido liberal y de todos los partidos, sin reserva ninguna. Pero el Gobierno tuvo el mal acuerdo, no quiero decir otra cosa, de anunciar, antes de dar a los vientos de la publicidad su plan económico y financiero, una serie de cuestiones políticas y sociales que nadie pedía, que nadie demandaba, y que en el estado en que se hallaban los ánimos, no hicieron más que llevar una grandísima perturbación a la política española.

Ya la opinión pública estaba alarmada con la formación de este Ministerio, en el cual se daba entrada al señor Polavieja, general conocido, pero político ignorado; de este Ministerio, en el cual se daba entrada al Sr. Durán y Bas, persona peritísima, pero de ideas poco simpáticas a la opinión liberal, por más que S. S. crea lo contrario, y en el cual se daba entrada como Ministro de Fomento al Sr. Marqués de Pidal, que hubiera estado bien en cualquier Ministerio, pero hubiera estado mejor en un Ministerio que no fuera el de Fomento.

La alarma que sentía la opinión pública con la composición del Ministerio, se vino a aumentar con la que produjeron las cuestiones políticas y sociales planteadas por él. Así es que el síntoma más grave de la situación del país, no es la impopularidad que pueda tener el Ministerio por la manera como se constituyó; es la debilidad que encierra en su seno por la división de las opiniones de los que le constituyen, debilidad que se traduce en el exterior en una gran incertidumbre, por lo que anima a los enemigos del régimen existente.

El partido liberal, atento a sus deberes con el país, oyendo los dictados del patriotismo, tendrá que distinguir entre las dos clases de cuestiones que el Gobierno plantea.

En las cuestiones económicas, en los términos que he manifestado antes, se presentará benévolo, con voluntad decidida de ayudar a la liquidación de lo pasado y al desarrollo en lo porvenir de todas las fuerzas del país. Cuantos proyectos en este sentido presente el Gobierno, la minoría liberal los estudiará con detenimiento, los examinará con atención, y si no puede aprobarlos por completo, podrá mejorarlos en lo que de ella dependa.

En cuanto a cuestiones políticas que el Gobierno o una parte de él quieran introducir en los debates, la minoría liberal hará todo lo posible para impedir que se susciten esas cuestiones y que se traigan a la Cámara cuando el país y las Cámaras están clamando por la resolución de cuestiones más importantes y más urgentes.

Por lo que respecta a esos proyectos de reacción que muchos temen, diré francamente que yo no los temo, por lo imposibles y absurdos que me parecen. Además, como decía el Sr. Maura, ¿para qué estamos aquí los que apreciamos como una gloria el haberlas conseguido? ¿Para qué estamos aquí las que tenemos empeñada en esa empresa nuestra historia, la labor de nuestros mejores años, los que tenemos eso como nuestro patrimonio más estimado, como nuestro abolengo más ilustre, sino para impedir que prosperen tales proyectos, como lo impediremos si hay el atrevimiento de presentarlos?.

En ese caso, el partido liberal llamará a todos los liberales españoles para que juntos defendamos una obra que nos es común; el partido liberal pedirá el concurso de todos los españoles que no quieran pasar vergüenza de ver perdidas las libertades a costa de tantos sacrificios y de tanta sangre conquistadas, y que han sido la base de la paz pública en medio de las catástrofes y de las desgracias más grandes que pueda sufrir un país verdaderamente desdichado. (Muestras de aprobación.) Y si para el uso de estas libertades, para el ejercicio de estos derechos, son deficientes las leyes, y la experiencia ha venido a demostrar errores en ellas, está bien, corríjanse, pero sin tocar la esencia de los principios ni restringir en manera alguna el uso de esas libertades.

Pero, sobre todo, no lo intentéis vosotros, porque con la mejor buena fe, con la más sana intención, traeréis una gran perturbación al país, y sería peor el remedio que la enfermedad.

Dejaos de correcciones, y dejad que los partidos que llevaron a las leyes esos principios de libertad, las practiquen, porque ellos sólo pueden tener interés en sostenerlas y defenderlas.

En cuanto a esa idea desgraciada, que germina todavía en algunos cerebros que no considero aún , en cuanto a esa idea del despedazamiento y de la desmembración de la Patria, que unos desmembrándola, otros destrozándola con un regionalismo peligroso, pretenden regenerar a esta pobre España, ¡ah! contra esa idea, permítame el Sr. Pí y Margall que diga, que el partido liberal está dispuesto a luchar en todo momento, a todo trance, sin tregua ni des-[797] canso, utilizando todos los medios y todas las armas. (Aprobación.) Porque no puede producir más que la discordia y la ruina, que llegaría a enajenarnos la simpatía de los propios y el respeto de los extraños.

No. Cuanto hagamos para extirpar esa idea en su origen, será poco porque destruirla es afianzar la unidad nacional, único terreno sobre el que pueden consolidarse los cimientos de nuestras libertades y levantarse la inexpugnable fortaleza de nuestra santa independencia.

Después de todo, para dar a los pueblos toda la libertad que necesitan para la administración de sus intereses locales, para basar la administración pública en una gran descentralización, no se necesita volver al regionalismo, con sus naturales exigencias, primero de autonomía, después de independencia y, por último, de separación.

¡Ah! no; demos toda la libertad a los pueblos. Una gran descentralización pero sin olvidar que cuanto mayor sea aquella libertad y sea más grande esta descentralización, más enérgica, más inconmovible, más fuerte debe resultar la unidad de la Patria, sin la cual, adiós nuestras libertades, adiós nuestra independencia, adiós nuestra España. (Ruidosos aplausos.)



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